Iglesia Presbiteriana San Andrés

Así leo la Biblia

John R. W. Stott

La Biblia, la Palabra de Dios

Mi preocupación personal es permitir que Dios me examine primero a mí, que yo escuche su Palabra con humildad. Leo toda la Biblia cada año: el Antiguo Testamento una vez y el Nuevo Testamento, dos.

Está bien estudiar la Biblia para esclarecerla, pero es aún más importante ponerse bajo la autoridad de la Escritura y recibir con mansedumbre lo que ella – o más exactamente, Dios – tiene para decirnos. Estoy convencido de que la Escritura es “inspirada por Dios” (es decir que se originan en él) y útil (valiosa para nosotros), según lo afirma 2 Timoteo 3:16. Esta es la razón por la que siempre debemos mantener unidas la autoridad y la interpretación de la Biblia. Sería de muy poco valor reconocer que la Biblia tiene autoridad si no pudiéramos entenderla.

Pero tampoco es de valor una Biblia que resulta inteligible pero carece de autoridad. Necesitamos, entonces, una Biblia que sea tanto inteligible como autoritativa. Por eso, diariamente me humillo y clamo a Dios para que me hable a través de su Palabra y para que me dé la gracia para entender, creer y obedecer.

Mis comienzos con la Palabra

Esta vocación por las Escrituras comenzó con mi madre. Ella había sido criada en un hogar luterano muy piadoso, y nos enseñó a mis hermanas y a mí a leer cada día un fragmento de la Biblia. Continué con esta disciplina por amor a ella y como rutina, pero sin entender lo que estaba leyendo. Sólo después de mi conversión, a los diecisiete años, la Biblia comenzó a tener sentido para mí.

El reverendo E.J.H Nash, quien me había llevado a tener un encuentro personal con Cristo, siguió alentándome en esta disciplina y me transmitió algo de su propio amor por la Biblia. Encontré un deleite cada vez mayor en ella, tal como lo expresa el Salmo 119. Ella se convirtió en mi comida y bebida diarias. Mi tutor también me dio la oportunidad de exponer la Palabra en campamentos o en reuniones caseras que él organizaba para los jóvenes. Yo anhelaba ayudar a otras personas a descubrir las verdades de la salvación en la Palabra de Dios, las cuales habían sido incomprensibles para mí durante tanto tiempo.

Buenos y malos modelos

Aprendí a lo largo de los años de los buenos maestros, y también de los malos modelos. Algunos expositores que leí o escuché provocaron en mí la reacción de “no estoy de acuerdo con usted, está distorsionando la Escritura”.

Estas situaciones me empujaron a desarrollar una integridad y una fidelidad más completas. Un ejemplo notorio fue el texto elegido para la

4ª Asamblea del Concilio Mundial de Iglesias en Upsala (1968): “Yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5). Este pasaje se aplicó a movimientos revolucionarios contemporáneos, sin reparar que, en su significado original, se trata de una afirmación escatológica.

También hay modelos negativos entre cristianos evangélicos, por ejemplo cuando el expositor tiene un sistema doctrinal o ético ya estructurado y está decidido a encontrar respaldo en la Escritura para imponer su punto de vista.

En cuanto a modelos positivos, en primer lugar tengo a Charles Simeon, de Cambridge. A principios del siglo XIX, dijo: “Mi empeño es sacar de la Escritura lo que allí se encuentra, y no imponer lo que yo crea que allí se encuentra. Y advirtió: “Cuidado con los que sistematizan la religión”. En medio de la época más amarga de la controversia entre calvinistas y arminianos, afirmó tanto la soberanía divina como la responsabilidad humana, regocijándose en ambos aspectos de la verdad bíblica, aun cuando no pudiera reconciliarlos.

Debo añadir al Obispo J.C Ryle, cuyas exposiciones llenas de sentido común, sencillas y vigorosas, confirmaron mi decisión de buscar el significado natural y obvio de cada texto.

Asimismo, debo nombrar a Martyn Lloyd-Jones, quien enfatizó la importancia de observar el contexto bíblico de cada pasaje; cuando exponía, invertía el primer cuarto de hora a resumir lo que se relataba antes de lo referido en el texto bíblico materia de su sermón.

El lugar de las culturas

Mi aprendizaje no siguió un desarrollo ordenado y gradual. Sin embargo, reconozco que hubo un proceso y, de hecho, mucho enriquecimiento.

Tal vez la adquisición más importante haya sido reconocer la influencia inevitable que cada cultura tiene tanto en los autores como en los lectores de la Biblia. Todos los seres humanos estamos inmersos en una cultura particular. Es decir, somos el producto y, en alguna medida, los prisioneros de nuestro ambiente.

Todos hemos recibido nuestra herencia cultural junto con la leche de nuestra madre. En consecuencia, corremos el riesgo de leer e interpretar la Biblia según los supuestos, las preguntas y las agendas que nuestra cultura nos ha dado. Es posible que la visión de Dios sea totalmente diferente. Nuestras defensas culturales pueden impedirnos oír el “trueno de la Palabra de Dios”, y nos quedamos con los ecos reconfortantes de nuestros propios prejuicios culturales.

Por otro lado, los escritores bíblicos también pertenecían a una determinada cultura. Dios eligió hablarles a ellos y a través de ellos, dentro de su propio medio cultural. Ni una sola de las Palabras de Dios fue dicha en un vacío cultural. Nuestra renuencia evangélica a aceptar esta verdad surge del temor que sentimos de restarle autoridad a la Biblia si admitimos que está culturalmente condicionada. Sin embargo, comprender el marco cultural no implica quitarle autoridad.

De manera enfática, debo decir que no tenemos la libertad de rechazar ninguna enseñanza bíblica simplemente porque fue dada en términos culturales específicos. Lo que sí debemos hacer es aprender la práctica de la transposición cultural, es decir, identificar primero la esencia de lo que Dios está diciendo en un pasaje en particular, a fin de preservarlo, y, luego, transportarlo de su escenario cultural original a uno contemporáneo.

Examen bíblico crítico

Todo estudio implica esfuerzo, si realmente queremos mantener integridad. Yo lo vivo como “sufrimiento mental”. El texto bíblico plantea dificultades cuando intentamos comprenderlo. O bien enterramos el problema al que nos enfrentamos y no podemos resolver de inmediato, o bien tenemos que esforzarnos por encontrar una explicación.

También es doloroso leer otros libros que interpretan el texto bíblico de una manera con la que no estamos de acuerdo y que, por esa razón, no quisiéramos leer. Sin embargo, si queremos enfrascarnos en el debate por la verdad no podemos  rechazar una opinión sin primero tener la cortesía de escuchar con atención los argumentos de nuestros opositores, hasta que realmente los comprendamos. Así podremos responder con seriedad, sin reducirlos a una caricatura.

De manera más particular, existe dolor siempre que nos encontramos con el desafío de renunciar a la interpretación tradicional evangélica que habíamos aprendido, si comprobamos que no es bíblica y, por lo tanto, es insostenible.

La marca de un evangelio auténtico no es seguir repitiendo viejos lemas y tradiciones sin análisis, sino más bien estar dispuesto a someter todas las tradiciones al examen bíblico crítico. Por supuesto, los evangélicos siempre hemos insistido en la supremacía de la Escritura sobre la tradición; ¡pero algunas veces hacemos excepciones y dejamos sin reexaminar las tradiciones de los ancianos evangélicos!

Alegrías de la tarea hermenéutica

También encuentro alegrías en la tarea interpretativa. Una de ellas es descubrir con luz fresca una verdad antigua, cuando el Espíritu Santo ilumina nuestra mente para captarla. Al igual que con los discípulos de Emaús, cuando es Cristo quien abre las Escrituras nuestro corazón arde dentro de nosotros (Lucas 24:32). Nada hace que nuestro corazón arda tanto como ver la verdad de una manera nueva. Día a día me entusiasma la creciente convicción de la relevancia de este Libro “antiguo” en el mundo moderno.

Recuerdo que estuve exponiendo en Londres, cada semana, durante varios meses, la Carta a los Gálatas. Esta exposición se convirtió posteriormente en el primer volumen de la serie “La Biblia habla hoy”. Durante esa época constantemente me decía a mí mismo: “Aquí estamos, una congregación de personas instruidas, la mayoría estudiantes y profesionales, comprobando semana tras semana que vale la pena reunirse para estudiar cuidadosa y sistemáticamente una carta del primer siglo, escrita por un judío menudo y poco atractivo, dirigida a pequeñas comunidades cristianas ubicadas en los Montes de Tauro (actualmente Turquía)… ¡y descubrimos que su contenido tiene relevancia directa con los londinenses del siglo XX! ¡Esto es realmente extraordinario! Ningún otro documento antiguo puede competir con esto.

Antes de la invención de la imprenta hace cinco siglos, cada copia de un libro del Antiguo o del Nuevo Testamento era hecha individualmente a mano. El proceso era lento, costoso y no siempre seguro. Surgió una clase profesional de escribas que llevaba a cabo esta tarea.

El Antiguo Testamento fue escrito primordialmente en hebreo y el Nuevo Testamento en griego. Cuando el judaísmo y el cristianismo se esparcieron en áreas con otros idiomas, fue necesario traducir las Escrituras a otras lenguas. La Biblia en castellano es el resultado de una larga historia de traducción y transmisión de la Escritura (de generación en generación).

Los materiales primarios para la escritura eran el papiro y los pergaminos; hubo otros materiales como tablillas de arcilla, piedra, hueso, madera, metales varios (como el cobre) y tiestos. Los escritos más antiguos del Nuevo Testamento fueron transmitidos probablemente en rollos de papiro. Al principio del segundo siglo se comenzó a usar el códice, o libro con hojas. Las hojas de papiro eran dobladas por la mitad y cosidas de modo que se podía tener una colección de material combinado en un volumen, mayor que lo que podía ser posible en un rollo. También era más fácil encontrar una cita particular en un códice que en un rollo que debía ser desenrollado. Más tarde se utilizó el pergamino (material de escritura hecho de pieles de animales) para reproducir las copias de la escritura.

La copia de documentos a mano conducía a errores accidentales. Muchos escribas pueden haber escrito las palabras de un libro mientras era dictado. Si uno de los escribas entendía mal una palabra o la deletreaba mal, ocurría un error o variante. Si la copia que tenía una variante era utilizada para copias adicionales, el error se perpetuaba. Un manuscrito que distaba varias copias del original contenía más errores que uno que fuera copia inmediata del original. El trabajo de la crítica textual consiste en restaurar el texto hasta la seguridad del original. En la ciencia de la crítica textual, los manuscritos más antiguos son de más valor porque contienen menos errores. No se ha preservado ningún autógrafo (escrito original) de los libros bíblicos.

Antiguo Testamento

Hay cuatro importantes fuentes de estudio para delinear la transmisión del Antiguo Testamento: el texto hebreo, el texto griego, los textos de Qumrán y otras traducciones. Antes del descubrimiento de Qumrán en 1948, el texto hebreo conocido como más antiguo era un manuscrito de los Profetas (Códice Cairo), fechado en 895. Aunque esta copia tiene más de 1000 años, está fechada muchas generaciones después de los escritos originales de los profetas.

Los descubrimientos del mar Muerto son importantes porque traen fragmentos sobrevivientes de la biblioteca de la comunidad judía fechada entre el 130 a.C. y el 70 d.C. Un rollo de Isaías del segundo siglo a.C. ha capacitado a los eruditos a ir unos mil años más cerca de los escritos originales (autógrafos). Dado que todos los libros del Antiguo Testamento (excepto Ester) están representados en los Rollos del mar Muerto, su descubrimiento ha contribuido grandemente al estudio de la trasmisión del Antiguo Testamento.

Nuevo Testamento

Los manuscritos más antiguos del Nuevo Testamento en existencia están sobre papiro. Después del  siglo cuarto prácticamente todos los manuscritos están sobre pergamino. En el 331, Constantino ordenó que fueran hechas en pergamino cincuenta copias de la Biblia para sus iglesias. La transmisión del Nuevo Testamento en griego se divide por el material sobre el que está escrito en dos períodos: manuscritos en papiro (siglos segundo y tercero) y manuscritos en pergamino (siglos cuarto a noveno).

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